31 enero 2009

Niñas

Tenían diecinueve y dieciseis. Tenían una banda. La más grande era la cantante y la pequeña, que al principio de la noche no parecía tan tan pequeña, era la pianista. Eran de esas personas al borde del freakismo que te desconciertan. Un padre italiano que sólo les había hecho escuchar música clásica. No sabían nada más. El cuarteto para violines de Mozart completo pero ni idea de lo que significaba una banda como Blondie. Algo de los Stones sabían pero de oída, tampoco demasiado. Y en un momento, dicen, se revelaron y quisieron empezar a tocar rock.
- ¿Y qué tocan? - pregunté.
Cinco minutos después, la pequeña, que decía sentirse mal porque no lograba hacer nada con su vida, responde:
- Y rasguña las piedras.
Pensé que me estaba cargando entonces dije:
- Y cierran el repertorio con Seminare, me imagino.
Cinco minutos después, la pequeña que no dejaba de mirar el techo, preguntó:
- ¿Cuál era Seminare?

27 enero 2009

Escena

El lugar es una sala de espera casi vacía. El chico con cara rara (Zach Braff) se fija en la chica linda (Natalie Portman), que está a un costado y tiene unos auriculares enormes. Se ríen. Flirteo. Ella se acerca, se quita los enormes auriculares y le dice que escuchar esta canción te puede cambiar la vida. Se los tiende y él escucha "New slang", The Shins.



26 enero 2009

Fin

Son las 21.45.

Cosas que te pasan si estás muerto

Está confirmado: los Prats escucha tendrán su versión en vivo. Sesiones Prats, Prats escucha o como quieran que se llamen. Cualquier viernes de estos, pre dancing en un bar del Nuevo Bajo. Ya les contaré. Por ahora me detendré en las cuatro horas que pasé ayer en Malba, viendo las extraordinarias historias de Llinás, que de extraordinarias tienen algo: esos momentos en la cena de los viejos del club y la lectura de sus pensamientos como así también las comidas en casa del hombre de campo y sus hijas donde cae Zeta, la historia de Lola Gallo que me pareció muy interesante, además del recurso de contar la historia tipográficamente y con la cara de Spregelburd sólo en fotos. Llinás tiene momentos. Historias extraordinarias son momentos. Y al salir de la función uno podría decir, como dice Casas sobre Aira: ¿Llinás nos cagó? No lo creo, pero seguro que se ríe desde la sala de proyección cuando aparece el remate de la Lucky Song. Me fui, comí tallarines con salsa en una casa donde la canilla del baño no dejaba de largar agua, hablé de energía renovable, de los festivales que se hacen en el mundo con esa energía, de los que se piensa hacer en la Argentina, hablé de tantas cosas hasta las dos de la mañana que no vienen al caso. Lo curioso es que al llegar a casa parece que había fiesta en algún rincón de Chacarita. Se escuchaba música. Y ni bien me quité la remera, el pantalón y me tiré en la cama, sonó Billie Jean de Michael Jackson. Empecé a reírme y abrí la ventana: quería ver de dónde venía la música y me dije que hoy debería terminar la novela.

24 enero 2009

Rituales

Pongo una cacerola con agua y un caldito de verdura. Hierve. Meto los fideos de espinaca y los revuelvo un poco, casi una tortura para los que no quieren meterse en el agua hirviendo. Después me siento frente a la computadora y escribo lo que estoy haciendo de un modo compulsivo, como si de esa manera se me ocurriera la solución de los problemas de la novela, una forma de destejer la somnolencia de los dedos, de escribir cualquier cosa sin importar lo que sea y que las ideas decanten como le sucedía a Ernesto cuando estaba en París y se le ocurría una idea: se iba a tomar un café y a dormir con su esposa y recién después, a la mañana siguiente, se sentaba y escribía. Anoche en la fiesta Compass hablaba con Iván y Lorena sobre el acceso a los libros que teníamos de chicos. Me acordé que a los diez años leí un libro que ocurría durante la guerra fría y que se llamaba El Zorro Rojo de Anthony Hyde, y estaba editado en esa colección de Grandes Novelistas Emecé. Lorena comentaba que su padre la guió en las lecturas y que muy chica pudo leer unas obras completas de Oscar Wilde en una edición preciosa que le volaron la cabeza. Yo me sigo acordando de esa novela que tenía espías, muertes y un homosexual corriendo desnudo por las calles de Milán o una ciudad de esas. Un libro que di vueltas la casa de mis padres para encontrarlo. Y ahora tengo un ritual que incluye fideos sin salsa, fideos casi monásticos, para no perder tanto tiempo limpiando cacerolas.

23 enero 2009

Los perros mueren en el desierto

Anoche me reuní con Iván y el resto de mis editores. Lo llamé al mediodía porque la novela estaba adquiriendo pasos de comedia y necesitaba reírme con alguien así que me preguntó si tenía algo para mostrarles y le dije que tenía un work in progress pero que no me gusta mostrar nada antes de terminar. Me dijo que nos podíamos juntar a la tarde así charlábamos del tema y que llevara, aunque sea el principio, para que lo fueran leyendo. Acepté. Imprimé lo que tenía, casi un setenta por ciento de la novela, me senté a corregir algunas cosas y con la música de Natural Born Killers salí de mi casa. ¿Dije que me gusta salir de casa con la música sonando? Es así: programo el equipo para que se apague solo diez minutos después de mi escape. Me gusta escuchar música mientras espero el ascensor. Entonces llevaba los papeles en la mano y crucé la calle, compré cervezas y llegué hasta la casa de Iván, que vive a pocas cuadras del cementerio. Mientras esperaba que bajara a abrir pensé en estos pocos días que llevaba con la novela. Digo: escribiéndola, porque la había pensado durante mi estadía en el bosque. Una vez Norman Mailer dijo que si le preguntan de qué depende el trabajo, la palabra clave (y una palabra desdichada, dijo), era resistencia. Escribir a menudo depende de la capacidad de mantener la fe en uno mismo. En estos días varias veces me despertaba ateo y dudaba de poder terminarla antes de febrero, pero soy cabeza dura y aquí estoy, a pocas páginas del final (pero, claro, las más difíciles). El otro día lo hablaba con Ella Fitzgerald: lo único que tengo es voluntad, le dije, y ella respondió que eso ya era mucho. Quizás tenía razón. Anoche, sentado en el living de los editores, mientras el "manuscrito" daba vueltas a la mesa y los tres hacían comentarios positivos sobre el texto y principalmente sobre la historia, me sentí casi como Dick que escribía de una semana a otra, sin parar, como en trance. Y mostraba y publicaba y cobraba su dinero y ya estaba en otra historia. Un escritor profesional. Igual fue extraño que cuando todavía me falta el final de la novela los editores ya piensen en la tapa, que al parecer la haría una fotógrafa que conozco y que trabaja muy bien: Lola. Terminamos comiendo en La Luli de Aguirre y Juan B. Justo, a la una de la madrugada después de discutir sobre literatura, revolución y política argentina, como suele suceder. Y por ahora descarté un título que era más bien pulp como "los perros mueren en el desierto". Veremos cómo sigue.

16 enero 2009

Jackson

Agarré la botella de whisky y tomé del pico. Media botella. No quería pensar más. Abrí el libro de Cheever y lo cerré. Me acosté en la cama y pensé en sacarle la batería al celular. Pensé en tirarlo por la ventana. Quise dormirme. Mañana será otro día, dije. Pensé. Cerré los ojos. Hubiera querido soñar con alguna canción de Michael Jackson pero se me apareció Jackson con la cara que tiene en el video de Thriller. El bailecito con los muertos vivos. La campera roja. El pantalón rojo. Las medias blancas.

13 enero 2009

El bosque

Estoy en el bosque. Solo. No hablo con nadie. Alrededor, dos mesas de ajedrez. En la primera, un hombre le enseña a jugar a su pareja. A mover las piezas. La chica no entiende. La chica mueve las piezas mal. El hombre se ríe. El wi fi anda en ralenti y escribo sin parar, catorce días sin escribir a máquina denotan la ansiedad por mover los dedos, por decir algo, cualquier cosa, y las letras, dos minutos después, aparecen. Estoy junto a una ventana que da a la calle. Más allá, una gorda en traje de baño, junto a la puerta de la pileta, llama a su hijo Ramiro. Ramiro emite gritos. No habla. Tiene tres años pero no habla. Mueve las manos. Con una madre así yo tampoco hablaría. Las hijas son idénticas a la madre. Insoportables. El padre hace fuego para tirar unas hamburguesas en la parrilla. Cierro el diario, el libro que estoy leyendo y miro en el paquete de cigarrillos el canuto preparado para esta noche. Quizás me pierda en el bar del bosque, en el que, según dicen, tocó Botafogo, cantó Calamaro, tocaron Las Pelotas con un Sokol que todavía no había muerto. Anoche en el bosque no había nadie. No había luz.
Ahora Esteban, el encargado del hotel, el pibe que está siempre con una sonrisa de empleado del mes, dice mi nombre. Dice el nombre de todos los huéspedes del hotel como si fuera un ejercicio de ingenio. Me mira. Sonrisa. Dice mi nombre. Le pido la llave de la habitación y me pregunta si todo anda bien. Asiento. Subo las escaleras, miro la hora, me desvisto y me acuesto en la cama. Está nublado. El ventilador hace ruido y me quedo mirando la monotonía de sus astas. Hay pulgas. Arena. La cortina es celeste y se mueve. No hay aire. Giro la cabeza y enciendo la luz. Son las doce. Me preparo para ir al bosque. Perderme desnudo en medio de los árboles. Junto al mar. Había soñado esta escena en alguna de estas catorce noches. Intento subir un médano y al hacerlo siento que alguien me sigue. Ramiro grita y mueve las manos. Empiezo a correr. Me persigue hasta la orilla. No habla y se mete al agua. Se mete hasta el fondo. Hasta donde no llego a ver.