27 noviembre 2008

Diez minutos

Escribo en diez minutos. En el tiempo en que cocino unos fideos rápidos, sin aceite, con un caldito knorr en la cacerola, un puré de tomate guardado semanas atrás en la heladera, en un tupper de plástico, en el que desconfío pero intento convencerme de que el fuego quema todas las bacterias y lo meto en un recipiente y al fuego, diez minutos para escribir un texto cualquiera que pueda publicarse en el blog, meditado, eso sí, durante un viaje un colectivo en el que dos chicos hablaban de sus relaciones telefónicas con chicas que conocieron en Call TV. Los miro. Me dan lástima. Quizás yo les doy lástima a ellos pero al menos no mantengo relaciones sexuales o sociales con un teléfono. Uno le dice al otro cómo hacer para que los mensajes que te llegan no te coman todo el crédito de la tarjeta. Los miro y me dan lástima. En diez minutos escribo este texto. Los dedos aprietan teclas que no deberían, e intento una disciplina: cero error. Apretar sólo las teclas que corresponden a las letras que quiero escribir, formar sólo las palabras que quiero decir, transcribir los pensamientos de mi cabeza a los dedos llenos de olor a cebolla porque a la salsa le agregué una cebolla que estaba perdida al fondo de un cajón, derritiéndose como hacen las cebollas, una cebolla enorme que compré dos meses atrás en el Plaza Vea y que ahora pico con el enorme cuchillo herrumbrado al tiempo que pienso que el fuego quema todas las bacterias, quema todo lo que puede tener de putrefacto esta cebolla que ahora se huele en los dedos, en las teclas, en las palabras que transcribo de mi cabeza a la pantalla sólo en diez minutos.

24 noviembre 2008

síntomas

Parece no tener que hacer en la vida más que escribir. Vivir para escribir. No es el resultado de un contrato, como efectivamente podría ser, ya que ha habido algún ofrecimiento rechazado. Es el fruto de una decisión vital fuera de época. Una consagración laica o hasta profana pero profundamente espiritual. La escritura, dice esta nota, es un síntoma y no un ejercicio diplomado.

18 noviembre 2008

guerrilla

El viernes llegué a casa a las dos de la mañana. Me había quedado con Fuguet hablando sobre Arcade Fire y Andrés Caicedo en un restaurante. Que la madre de Caicedo le había abierto una cuenta en una farmacia, para que Andrés pudiera sacar fiado cuantos remedios y drogas quisiera. Así lo trataba de ayudar. Cuando salí, se levantó viento y empezó a llover. Dos chicas empezaron a correr como se empieza a correr con las lluvias imprevisibles. Las cortinas de chapa de la parrilla de Aldo estaban bajas. Me abrió Miguel y subí por la escalera hasta mi cuarto. Sonó el teléfono y atendí. Era Gus de Ultrapop para decirme que iban a hacer lo que habían preparado. A pesar de la lluvia, dijo, van a salir con un par de autos. Me preguntó si me sumaba y le dije que a las tres podría estar en el bar. El colectivo tardó un rato. Me dormí sentado en la vereda. Al tiempo que cabeceaba abrí los ojos y lo vi al colectivo. Una vieja con bolsas de supermercado subía con dificultad las escaleras. Llegué al bar diez minutos después de las tres. Gus estaba en la puerta junto a Yumber Vera Rojas. Hablaba con unas suecas. Les dije que la diferencia entre las suecas y las noruegas era que estas últimas siempre eran un poco más morochas. De pelo negro azabache. Yumber asentía. Se lo escuché repetir a un amigo que llegó después. Gus me dijo que bajara al subsuelo: estaban todos. Entré al bar con un tema de los Strokes. Bajé las escaleras y había cinco bolsas de consorcio enormes, negras, unas chicas fumando tiradas en el piso, dos poetas con pinta de heavy metal. Gus parecía ser el Wellington del que habla Roncagliolo en Jet Lag. Pero sin traje blanco ni la guita. Tiene pelo largo, camina encorvado. Levantó el balde de pegamento. Sacó una faja de clausurado de una carpeta marrón con el sticker de Ultrapop. Me dio el cartel. Al encenderse una cámara, me dijeron, como si me apuntaran con un arma, que dijera mi nombre y por qué lo hago. Con el objetivo rojo en mi frente, dije: soy Prats y lo hago por el ultraísmo.

12 noviembre 2008

Shhh

No sé qué es un blog. Escribo. Hablo solo. Hablo dormido. Me despierto y digo incoherencias. O creo que me despierto y digo incoherencias. O creo que me duermo y, despierto, no dejo de decir incoherencias. Me despierto con un grito. Y alguien me dice que estoy dormido. Me despierto y trato de explicar que el problema es una pelota que tenía en la mano y ya no está. Pero me dicen que estoy dormido, que debería descansar, estás muy contracturado, me dicen y pienso que la noche es la noche de Polidori, Byron y Shelley en Villa Diodati. Se propone un juego. Un desafío. Alguien escribe. Como si fuera una película de Greenaway se derriten víboras en las paredes. Hay un vampiro. Una ventana se cierra: ¡paf! Salto. Grito. Estoy dormido o despierto. Dormido digo que yo cierro la ventana. Abro la ventana, pienso en que me mirarán los de la casa ocupada de enfrente, gritarán algo o me invitarán a bailar cumbia. Tardo en cerrar la ventana. No cierra. No encuentro la gomita que la cierra. Estoy dormido. Tengo calor. Tengo una contractura que traza un dolor constante desde la base del cuello hasta la cintura. Grito. Pero estoy dormido. Me dicen que deje de gritar, pienso en que debería dejar de gritar, sueño que debería despertarme y bajar, rogar que la puerta de calle esté abierta porque no tengo llave de ningún lado. Me quedo en la escalera. Pienso. Leo. Me quedo dormido.

10 noviembre 2008

Virus

Son las nueve de la mañana y salgo rumbo al service que me recomendaron para ver por qué no arranca el sistema operativo de mi computadora. Me subo al 39, hago equilibrio con la computadora en la mano y llego hasta el local frente a la casa de mi hermano. Ni bien me ve entrar, el tipo (otra copia idéntica de Alejandro Kuropatwa) me pregunta qué pasó, por qué traigo la máquina. Le cuento. Está muerta, digo. Me dice que mire hacia la oficina: diez computadoras sobre unos escritorios de madera. Hace mucho que no veía algo así, dice el hombre. Alguien abrió una puerta y dejó salir la maldición, sigue. El tipo como si estuvieramos en una película de terror. Como si algo en el mundo anduviera mal. Y un poco paranoico me puse.

05 noviembre 2008

Teatro Proletario de Cámara

El libro está sobre una mesa del Centro Cultural de España en Buenos Aires (la sede para aristócratas de Paraná y Santa Fe -yo vivía a una cuadra pero lo aristócrata en mí sólo surgía cuando iba a desayunar a Josephine's, el café de un suizo ubicado en Parera y Guido). Nadie lo toca. Parece una Biblia. La palabra revelada. Llego y les pregunto a los que lo venden si puedo agarrarlo. Me dicen que sí. La tapa es de cuerina, el borde de las páginas, bordó. Abro el libro y lo primero que aparece es una página de revista porno barata, a tres por cincuenta en Corrientes, de los años ochenta. Es la edición facsímilar del Teatro Proletario de Cámara, la última obra de Osvaldo Lamborghini. Cuando Sudamericana editó en su momento las obras completas del autor de El fiord desechó esta, en la que había trabajado desde los ochenta. Muy complicada de editar, además de arriesgado. Páginas de revistas porno, manuscritos casi ilegibles, fragmentos de poemas, poemas, una foto de Perón junto a Isabel donde, en marcador negro, se lee: "Isabel, la caótica". Puro Lamborghini. Sólo trescientos ejemplares numerados a 120 euros cada uno. Me fijo en la billtera y sólo tengo cincuenta pesos cash. Consulto si aceptan tarjeta y me dicen que no, pero lo puedo llamar al editor español (el nombre de pila es Anxo) a su celular y pedirle que me venda uno. Hago cuentas. Pago el alquiler o compro un libro-objeto ilegible. En la calle, hablando con Tirri, lo saludo a Aira que está fumando. No sé si preguntarle si debo o no comprarlo. Por eso le digo que el precio está imposible. Aira no me mira pero se ríe. Le digo que Anxo debería llevar encima una maquinita para pasar la tarjeta de crédito así, al menos, lo podemos comprar en cuotas. Se ríe, no me mira. Noto que Aira nunca mira a los ojos. O mira para arriba o para abajo. Se ríe. Es un tipo agradable pero no quiero abrumarlo. Le preguntaría tantas cosas que no se me ocurre ninguna así que hablamos de Obama (en un momento dice que le dejó de interesar esta elección), hablamos del clima (¿lloverá?), un conocido le comenta que la hija de Rafael Squirru está por sacar un libro sobre el padre. Le interesa. Aira tiene una remera gris con dibujos rosas. Yo era una chica moderna. Tiene un libro en la mano, un libraco importante pero no puedo ver el título. Para la presentación de esta edición preparó un texto pero dice que no va a leerlo, cada vez que termina algún texto sobre Osvaldo, a los diez minutos vuelve a leerlo y lo corrige, lo deshace y vuelve a intentar una nueva explicación de su literatura. Siempre, dice, encuentra cosas nuevas.

04 noviembre 2008

Tapa de nalga

Son las siete y media de la mañana de un martes y suena el despertador, se enciende la radio. Me levanto, me lavo la cara y los dientes, me pongo un bermudas y el delantal de cocina que me regaló la gente de History Channel y ahí estoy, como viejita catamarqueña que no tiene nada más que hacer de sus días mas que cocinar. No es que estoy con hambre. Anoche cené a las doce y media de la noche y unos buenos fideos Don Vicente con salsa de tomate. Como la noche anterior. Lo que pasa es que el sábado había comprado carne en el supermercado y algunas verduras y la carne tenía como fecha de vencimiento el 5 de noviembre. El olorcito de la cebolla de verdeo se eleva a las siete cincuenta; la carne se cocina a las ocho y veinte. Después de cortarla. Nueve menos diez ya estoy listo para empezar a trabajar, resuelto el almuerzo y, si es posible, también la cena. No está mal cocinar tan temprano. Mientras me quito el delantal, no sé por qué, recuerdo la conversación que escuché anoche, mientras caminaba por Dorrego hasta Atlanta. Dos chicos que trabajan de tiracables en Telefé caminaban detrás mío. Se quejaban de las veces que los dejan solos desarmando todo. Que nunca les mandan ayudantes ni nada de eso. Pero en un momento uno, creo que después de que pasó caminando una mina muy linda, se acordó de una compañera que tenía en la escuela secundaria. Dice que tenía un culo tan grande que cuando bailaba, la mina tenía la capacidad de aplaudir con las nalgas. El otro chico se empezó a reír. Te lo juro, decía el otro: en un momento escuchabas a alguien aplaudir y era esta mina. ¿Y lo hacía en el boliche?, preguntó. A veces, pero siempre se lo pedíamos y lo hacía para nosotros en las reuniones.