24 enero 2009

Rituales

Pongo una cacerola con agua y un caldito de verdura. Hierve. Meto los fideos de espinaca y los revuelvo un poco, casi una tortura para los que no quieren meterse en el agua hirviendo. Después me siento frente a la computadora y escribo lo que estoy haciendo de un modo compulsivo, como si de esa manera se me ocurriera la solución de los problemas de la novela, una forma de destejer la somnolencia de los dedos, de escribir cualquier cosa sin importar lo que sea y que las ideas decanten como le sucedía a Ernesto cuando estaba en París y se le ocurría una idea: se iba a tomar un café y a dormir con su esposa y recién después, a la mañana siguiente, se sentaba y escribía. Anoche en la fiesta Compass hablaba con Iván y Lorena sobre el acceso a los libros que teníamos de chicos. Me acordé que a los diez años leí un libro que ocurría durante la guerra fría y que se llamaba El Zorro Rojo de Anthony Hyde, y estaba editado en esa colección de Grandes Novelistas Emecé. Lorena comentaba que su padre la guió en las lecturas y que muy chica pudo leer unas obras completas de Oscar Wilde en una edición preciosa que le volaron la cabeza. Yo me sigo acordando de esa novela que tenía espías, muertes y un homosexual corriendo desnudo por las calles de Milán o una ciudad de esas. Un libro que di vueltas la casa de mis padres para encontrarlo. Y ahora tengo un ritual que incluye fideos sin salsa, fideos casi monásticos, para no perder tanto tiempo limpiando cacerolas.

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