23 febrero 2012

Nadar

Empecé a nadar. Y como hice con este texto empecé a nadar varias veces, y varias veces lo hice sin sentido. Dije que había empezado a nadar entre árboles, bolsas de basura y el capot de un auto; entre los hombres y mujeres que trataban de soportar el frío bajo el toldo de un almacén. Había autos que no podían moverse. Había perros que intentaban escapar. Grité que era un naufragio pero tragué agua y desistí de seguir gritando porque nadie podía escucharme. Decidí que no volvería a hablar, no volvería a confesarle a nadie lo que estaba sucediendo. No servía de nada. De chico quise nadar entre las piletas del pueblo donde nació mi viejo pero en esa época no había agua. En el triángulo de las bermudas de frías no había quedado agua para llenar la pelopincho. Y ahora tampoco. Me dicen que mis tías, las hermanas de mi viejo, no salen de sus habitaciones, no apagan el aire acondicionado, ni siquiera intentan conseguir un turno en la peluquería. No sirve de nada hacerlas entrar en razón, explicarles que la peluquería es el único lugar donde estarán a salvo. Ahora ya es tarde. El mundo se inunda. Ya lo dijo Maiakovski: la barca del amor se estrelló contra la vida cotidiana.

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