Son las dos de la mañana y sigo esperando el 168. Hace frío. Las calles tienen el tempo de la nueva novela de Murakami, personajes sonámbulos que andan por la ciudad: leen en algún café, dejan el celular en un supermercado, ensayan con sus banditas de rock o atienden un hotel alojamiento. Se me ocurre que ahora vendrá un chino en "motocicleta", me hablará en chino y yo no le entenderé nada. Pero por la cara me insulta. Le digo: "momentito, usted a mí no me insulta", pero no me entiende. Se saca el casco y efectivamente es un chino. Me doy cuenta por sus facciones. No es japonés, es chino. Habla en chino.
- No le entiendo - digo.
Y cuando el semáforo se pone en verde, se deja el casco en el antebrazo y arranca.
Me apoyo contra la parada del colectivo. Ya no llueve. Dos hombres fuman sentados en la entrada de un edificio. Una mina sale de una casa de dos pisos de enfrente. Cruza la calle con las manos en los bolsillos de su jean y los saluda. Beso, beso y chau. La mina se va. La veo irse. Le quiero ver la cara pero las sombras no me dejan. Al rato un tipo camina por medio de la calle. En la otra cuadra, un patrullero. El flaco sigue por el medio de la calle y el patrullero, a veinte, como que le enfila. Las luces azules dan vueltas. El tipo parece enfrentarse a las luces y a los policías cómodos en sus asientos. Como el chico frente a los tanques de Tiananmen Square. Pero cuando está en frente, sube a la vereda y se aleja. El patrullero sigue, cruza la calle a veinte. Los dos que fuman se levantan y llegan hasta un árbol con la tierra llena de agua verde. Aceite. Aunque está oscuro puedo saber que el agua es verde y que era aceite. Uno de los dos que fuman se agacha frente al árbol. Antes no había visto pero ahí hay una bolsa. El tipo la abre. Ahora se acerca el otro y se quedan mirando un rato la bolsa desplegada. Pienso que debe ser merca. Pienso en la mina que los saludó y siguió caminando. Miro hacia la casa que está enfrente. Pienso en cocinas de merca. Pienso en el lugar: el Once debe estar regado de cocinas ilegales de merca. Pienso en empezar una investigación. La policía debe estar arreglada, incluso deben pasar a veinte para controlar que no anden merodeadores por la zona, que nadie se avive, que todos sigan como si nada, como el pibe que caminaba por el medio de la calle silbando un tema de Roxette: Dangerous. Son las dos y media. El 168 llega y está repleto. El chofer no me abre la puerta de adelante sino la del medio. No pago: una buena. Me acumulo en el medio sin agarrarme de nadie. Adolescentes con botellas de gaseosa y fernet o algo peor. O mejor, quién sabe y para qué prejuzgar. Cantan cumbia: uno abre su celular y empieza la percusión. Se gritan de un lado a otro del colectivo. ¿Es sábado y la gente sale? ¿O es domingo y al día siguiente feriado? Pienso en el día internacional de la lucha contra el sida. Nadie daría asueto por el sida. Ni siquiera un gobierno pseudo progre como este. Miro mi cintita roja. Intento agarrarme de algún lado. Una gordita simpática me mira. Voy para otro lado, pienso. Los chicos se gritan y en cada cuadra, el chofer recluta nuevos pasajeros que le gritan que es un capo porque no tienen que pagar y se guardan el peso para la birra. Llega un grupo de chicas. Dos de ellas se besan. Los chicos miran. Los chicos hablan de conseguir algo de keto para levantar y seguir chupando. Me acuerdo de otras épocas. Pienso que todos estos deben ir a Amérika, que no es un boliche kafkiano o sí. Pero pasamos Gascón y Córdoba y ellos siguen. La gordita se levanta y tiene cinco amigos que la siguen. Dice que es acá, que acá nos tenemos que bajar y se baja. Los chicos de la keto (dicen keto y no keta, como hablaría yo de la ketamina) se pasan. Entonces descubro hacia donde van todos. Siempre creía que ese lugar era uno de esos patéticos salones de fiestas de quince. Y lo es. Se llama El Universo.
- No le entiendo - digo.
Y cuando el semáforo se pone en verde, se deja el casco en el antebrazo y arranca.
Me apoyo contra la parada del colectivo. Ya no llueve. Dos hombres fuman sentados en la entrada de un edificio. Una mina sale de una casa de dos pisos de enfrente. Cruza la calle con las manos en los bolsillos de su jean y los saluda. Beso, beso y chau. La mina se va. La veo irse. Le quiero ver la cara pero las sombras no me dejan. Al rato un tipo camina por medio de la calle. En la otra cuadra, un patrullero. El flaco sigue por el medio de la calle y el patrullero, a veinte, como que le enfila. Las luces azules dan vueltas. El tipo parece enfrentarse a las luces y a los policías cómodos en sus asientos. Como el chico frente a los tanques de Tiananmen Square. Pero cuando está en frente, sube a la vereda y se aleja. El patrullero sigue, cruza la calle a veinte. Los dos que fuman se levantan y llegan hasta un árbol con la tierra llena de agua verde. Aceite. Aunque está oscuro puedo saber que el agua es verde y que era aceite. Uno de los dos que fuman se agacha frente al árbol. Antes no había visto pero ahí hay una bolsa. El tipo la abre. Ahora se acerca el otro y se quedan mirando un rato la bolsa desplegada. Pienso que debe ser merca. Pienso en la mina que los saludó y siguió caminando. Miro hacia la casa que está enfrente. Pienso en cocinas de merca. Pienso en el lugar: el Once debe estar regado de cocinas ilegales de merca. Pienso en empezar una investigación. La policía debe estar arreglada, incluso deben pasar a veinte para controlar que no anden merodeadores por la zona, que nadie se avive, que todos sigan como si nada, como el pibe que caminaba por el medio de la calle silbando un tema de Roxette: Dangerous. Son las dos y media. El 168 llega y está repleto. El chofer no me abre la puerta de adelante sino la del medio. No pago: una buena. Me acumulo en el medio sin agarrarme de nadie. Adolescentes con botellas de gaseosa y fernet o algo peor. O mejor, quién sabe y para qué prejuzgar. Cantan cumbia: uno abre su celular y empieza la percusión. Se gritan de un lado a otro del colectivo. ¿Es sábado y la gente sale? ¿O es domingo y al día siguiente feriado? Pienso en el día internacional de la lucha contra el sida. Nadie daría asueto por el sida. Ni siquiera un gobierno pseudo progre como este. Miro mi cintita roja. Intento agarrarme de algún lado. Una gordita simpática me mira. Voy para otro lado, pienso. Los chicos se gritan y en cada cuadra, el chofer recluta nuevos pasajeros que le gritan que es un capo porque no tienen que pagar y se guardan el peso para la birra. Llega un grupo de chicas. Dos de ellas se besan. Los chicos miran. Los chicos hablan de conseguir algo de keto para levantar y seguir chupando. Me acuerdo de otras épocas. Pienso que todos estos deben ir a Amérika, que no es un boliche kafkiano o sí. Pero pasamos Gascón y Córdoba y ellos siguen. La gordita se levanta y tiene cinco amigos que la siguen. Dice que es acá, que acá nos tenemos que bajar y se baja. Los chicos de la keto (dicen keto y no keta, como hablaría yo de la ketamina) se pasan. Entonces descubro hacia donde van todos. Siempre creía que ese lugar era uno de esos patéticos salones de fiestas de quince. Y lo es. Se llama El Universo.
2 comentarios:
clap, clap
Ese barrio da miedito. Qué cuernos hacía a esa hora ahí, Prats?
No sé. Me engatusaron.
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