por DIEGO ERLAN para revista Ñ
Cuando Vera abrió la puerta del departamento de su padre en Palermo, se enfrentó a un escenario de catástrofe: libros apilados en cada uno de los escalones que conducían a la habitación, una o dos o tres computadoras, cables desordenados, un escritorio lleno de papeles, lápices, biromes, marcadores, cuadernos, brújulas, relojes y una calculadora. Un desorden apabullante. En ese escritorio donde su padre trabajaba también encontró una hoja impresa, sin título, que le llamó especialmente la atención. Era una especie de poema: “No estás/ yo estoy aquí contigo/ aunque estamos lejos/ tú estás siempre en mi corazón/no estás sola”. Vera se dio cuenta de que se trataba de “You are not alone”, una canción de Michael Jackson que su padre había traducido para su hermana más chica. Pero también, de algún modo, era una carta de despedida.
Los años de la rata
Cuando Vera abrió la puerta del departamento de su padre en Palermo, se enfrentó a un escenario de catástrofe: libros apilados en cada uno de los escalones que conducían a la habitación, una o dos o tres computadoras, cables desordenados, un escritorio lleno de papeles, lápices, biromes, marcadores, cuadernos, brújulas, relojes y una calculadora. Un desorden apabullante. En ese escritorio donde su padre trabajaba también encontró una hoja impresa, sin título, que le llamó especialmente la atención. Era una especie de poema: “No estás/ yo estoy aquí contigo/ aunque estamos lejos/ tú estás siempre en mi corazón/no estás sola”. Vera se dio cuenta de que se trataba de “You are not alone”, una canción de Michael Jackson que su padre había traducido para su hermana más chica. Pero también, de algún modo, era una carta de despedida.
Fogwill
había muerto.
Después
de ese 21 de agosto de 2010, los hijos mayores, Vera y Andy, tuvieron que
lidiar con el universo que giraba en torno a la muerte de su padre: trámites,
deudas, recuerdos, amigos que la llamaban para avisarle que la página web
estaba caída. Tuvieron que buscar los documentos, la partida de nacimiento,
avisarle a todos los bancos donde Fogwill tenía cuenta (y cuyos saldos estaban
en cero) que nunca más podría pagar los créditos que había pedido. Un hijo
nunca está preparado para el día en que se muere su padre. Aunque en este caso,
Fogwill había dejado algunas claves. Porque en su particular retórica el
escritor entendía que el lugar de los muertos es un espacio que a través de la
historia fue disputado entre las instituciones religiosas, familiares y
políticas. Decía que el estado moderno y su compleja trama de reglamentaciones
sanitarias, censales y forenses representó un triunfo de la política sobre los
otros ámbitos en pugna que llegó a parecer definitivo. Pero al promediar el
siglo XX –explicaba– la empresa capitalista y el sistema financiero
intervinieron con éxito en la disputa y de ser meros proveedores y contratistas
de un estado omnívoro pasaron a ser oferentes y titulares de la poderosa
industria de la administración privada de la muerte y del procesamiento
–conservación o reducción a polvo– del cadáver humano. Un Fogwill puro. Por eso
la familia no sabía qué hacer: si cremarlo, enterrarlo en un cementerio privado
o tal vez buscar otro en Quilmes. Vera recordaba que alguna vez su padre le
había dicho que en cuanto muriera lo podían tirar a la basura y asunto
terminado, pero pocos estaban preparados para desprenderse tan fácilmente de él
y resolvieron enterrarlo en un cementerio de Ezpeleta, en Quilmes, cerca de una
bodega familiar. Fue un lunes. El día anterior, en el velatorio en la
Biblioteca Nacional, Vera se reencontró con una amiga archivista, Verónica
Rossi, y entonces entendió lo que tenía que hacer.
La
historia secreta
“Estoy
inhabilitado para el matrimonio: no hay gente viva que haya perdido tantas
cosas, casas, muebles, armas, cámaras, ropa, diskettes, discos y libros como
yo. Hace veinte años me resigné a vivir sin biblioteca, lo que me preserva de
cualquier compromiso con simulacros críticos y académicos. Escribir me parece
más fácil que evitar la sensación de sinsentido de no hacerlo. Navegué mucho,
planté unos pocos árboles y crié cinco hijos. Pensar al sol, navegar y generar
hijos y servirlos son las actividades que mejor me sientan: confío en seguir
repitiéndolas”, decía el escritor en 1998 cuando publicó esa magnífica pieza de
autobiografía que incluyó en la edición española de su obra reunida. “Acá lo
que dejó, lo dejó por algo”, dijeron los hijos al ingresar al departamento.
Había cosas que Fogwill guardó durante setenta años. Las cartas, por ejemplo.
“Son más o menos cuatrocientas cartas divididas por destinatario escondidas en
bolsas de supermercado”. No se notaba que tuvieran valor. “Cartas importantes,
o importantes para él al menos, metidas dentro de una bolsa de supermercado
guardada en una valija que estaba ubicada debajo de otra valija abajo de las
pesas del gimnasio”, cuenta Vera. Por ejemplo: siete bolsitas con cartas de
Osvaldo Lamborghini escritas en hojas de cuaderno Rivadavia. Vera recuerda lo
que su padre le explicaba de chica: eso no se toca. “Pero necesito una bolsita
para poner la malla mojada”, decía Vera. Y él se lo repetía: no-se-toca.
Ahora,
dos veces por semana, Verónica Rossi llega a Malba, donde Soledad Costantini
les abrió un espacio para que pudieran descifrar los papeles secretos de
Fogwill. Hace ya casi un año y medio que Verónica empezó a ordenar este
archivo, con la colaboración inestimable de Magdalena Arrupe del departamento
de literatura del museo, y aún le queda otro año donde se dedicará al material
digital: los mails que enviaba o recibía, la música que escuchaba, los
documentos perdidos en su computadora. “Este es un patrimonio de la literatura
de un país”, dice Vera. “Hay una gran cantidad de cosas que hacen que éste sea,
para bien o para mal, un personaje relevante en nuestra cultura”, dice. Y
aunque no tengan recursos siente que es una obligación rescatarlo. “Una de las
cosas más grandiosas de mi papá es que no daba clases de literatura: porque
para él el arte no se podía enseñar”, concluye
Vera, que es actriz, dramaturga y directora de cine.
Entre
los papeles clasificados hasta ahora pudieron identificar cartas de César Aira,
Juan José Saer, Héctor Viel Temperley, Alberto Laiseca, Leónidas y Osvaldo
Lamborghini y Leonardo Favio. Otras que no están firmadas ni tienen fecha y hay
que hacerles un estudio caligráfico. Lo bueno, dice Vera, es que Verónica puede
entenderles la letra. Y eso es porque cursó caligrafía en la carrera de
historia, se especializó como archivista en Italia y trabajó para la Fundación
Rockefeller y el MoMA. En parte, esta correspondencia permite profundizar sobre
las relaciones entre esa constelación de autores que comenzaron a gravitar en
la literatura argentina de los años 70, 80 y 90. “Mi viejo también documentaba
las disputas”, dice Vera. Contra Coca-Cola cuando le dieron el premio por el
relato “Muchacha punk”; contra Juan Forn y Planeta por el final que le cambiaron
en una de sus novelas; contra un perro que lo había mordido y le contagió
rabia. Aquí hay un material interesante: todas las discusiones estéticas que
mantuvo Fogwill con las editoriales sobre la edición y el recorte de su obra.
“Esa es una de las cosas que quiero preservar: la manera como mi viejo defendía
sus textos”, concluye Vera.
“Este
es un trabajo largo porque hay que entender su lógica y respetarla”, aporta
Verónica. Ordenar el archivo en su desorden. O, como dice la especialista,
“recuperar los archivos manteniendo el alma de la persona”. Fogwill estudió
medicina hasta tercer año pero se recibió de sociólogo a los 23, se desempeñó
como investigador de mercado y experto en marketing y publicidad y en una de
sus empresas, Ad-Hoc, hasta se dio el gusto de contratar (al menos por un
tiempo) a poetas como Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher. Así le fue.
El
15 de enero de 1980, por ejemplo, Fogwill le escribe una carta a Germán García
donde reconoce lo que aprendió de él en algunas clases en el bar La Paz. Hay un
rasgo de estilo en literatura, la manera como los sonidos se van hilando en su
variedad, se deslizan, se enlazan, se sobrepasan, triunfan siempre proyectados
hacia adelante, “incluso a través de momentos de total desorden en su
prosecución”, como decía William Carlos Williams. Ese es el “cuerpo rítmico
único” de la escritura fogwilliana, tal como observó Arturo Carrera. Y con ese
mismo estilo están escritas sus cartas donde no faltan chicanas personales u
observaciones punzantes sobre política nacional. Le dice Fogwill a Germán
García: “Lo más lúcido que leí sobre política en Argentina fuera de Terragno y
alguna nota mía, está en Literal 1. Literal es una cueva de pavos, ex novias,
chupamedias, mal escritores. Un papelón. Lo mejor que publicó en literatura es
lo de Lamborghini. De sicoanálisis no opino. La Escuela Freudiana es una
entidad ridícula como la Asociación Argentina de Dirigentes de Empresa. Ni
siquiera es el Insituto Di Tella del análisis, porque aquel tenía más
elegancia. Prefiero a los lacanianos que a los kleinianos porque son más
marginales. El psicoanálisis ha de ser cosa marginal pero es muy chiquito en
relación a la filosofía y a la literatura por eso yo no soy sicoanalista ni
analiticólogo. Ni simpatizante de Lacan ni amigo de lacana. Lástima que tanta
gente ande desperdiciada en eso. Yo me analizo por razones sicoanalíticas, no
porque no se me para ni porque no gano plata ni por insomnio ni por
sicosomático. Tal vez por sicosíquico. La literatura, la filosofía, la guita,
son las tres cosas más parecidas al poder real, y a veces se pueden trastocar
en él. Yo me quedo en el goce del parecido y espero con esmero que la corriente
sólo me desemboque. Sino mala leche”. La carta sigue y en la segunda página
(todas incluyen un membrete personal) Fogwill le recomienda: “Tendrías que leer
mis últimas novelas para ver qué diferencia hay entre la literatura escrita con
placer para el goce de leer de los que saben, de la escrita con malestar para
el sufrimiento de los que creen leer y no saben que hay goce”.
También
delata admiración una misiva de Fogwill a Osvaldo Lamborghini enviada al Gran
Hotel América Larre donde el autor de El fiord había conseguido hospedarse.
Dice Fogwill: “te comenté que releyendo el Sebregondi después de varios años descubro
que no hay en mi obra post 1973 nada que valga quince guitas que no haya sido
producto de tu obra. Hay uno que otro plagio que se filtra inadvertidamente.
Involuntariamente.” Sin embargo, Ricardo Strafacce documentó en su biografía
sobre Lamborghini la guerrilla postal que mantuvieron cuando estaban por
publicarse sus poemas en el sello Tierra Baldía a causa de las erratas. Esta
carta, quizás irónica de Fogwill, es posterior: “Ahora leí la bella edición de
tu obra que acaba de presentar Tierra Baldía. Esta nueva lectura es distinta.
Ahora parecen existir más esos mismos poemas que si antes movían ahora acaban
por prender la odiosa llama del sentido. Un curso de literatura por pocos
mangos. Eso es. Pero vos adivinaste mi deseo: tu obra tendría que ser relegada
por otros quince o veinte años. ¿Quién se va a poner a escribir sin espanto
después de vos? ¿Queda algo por decir?”
La
carta que Fogwill recibe de Aira sigue esa línea. Aunque esté sin fecha y pueda
arriesgarse que haya sido escrita a finales de los años 70, expone de qué
manera esos autores se leían, criticaban y respetaban desde el primer momento
de sus carreras. Aira le agradece la apreciación sobre Ema, la cautiva y
confiesa que le estaba haciendo falta algo así, aunque en ese momento la considera
una novela fallida. También le confiesa que ningún editor quiere publicarla y
él, a su vez, no tiene la fuerza ni “cierta dosis de insistencia” para hacerlos
ceder. Por lo pronto, considera que la novela que Fogwill le pasó (¿es posible
que se refiera a La buena nueva, que se publicó recién en 1990?), es un gran
mecanismo de ambigüedad en el género, entre libro de viajes y novela familiar,
“una especie de Tristram Shandy post-capitalista y sobre todo pospsicologista,
casi demasiado buena como para obstruir ese gran aprendizaje que es el
fracaso”.
Fogwill
soñaba con cementerios
Fogwill
tenía seis direcciones de mail. Una página web. Y Vera estuvo varias semanas
intentando recuperar el material que estaba subido en el sitio. Pero le resultó
complicado porque su padre no había contratado al típico server. Había conocido
a un hacker en Córdoba, que vivía en un lugar donde no llegaba la señal de
Internet y que los martes iba a un almacén y sólo allí se lo podía ubicar.
Después de un tiempo pudo recuperar el material, la infinidad de mails de
escritores jóvenes, editoriales, ejecutivos de bancos. Entre ellos había uno
del poeta, crítico y editor de La Voz del Interior, Carlos Schilling, en el que
decía que había leído sus “textos sobre los sueños” y le habían parecido la
forma justa de que los sueños resulten interesantes: “entre la introspección
psicológica, el ensayo y el simple cuento matinal de quien se despierta todavía
iluminado por lo que acaba de ver con los ojos cerrados”.
Ya
en una entrevista que le dio a Leila Guerriero en 2008, Fogwill se refería a
una carpeta con páginas manuscritas. “Son todos sueños míos –explicaba–, que
anoté en 1971. ¿Acá qué dice? No sé. ‘¿Por qué se produce el degradé?’. Eso. Lo
leo y de golpe hay una palabra clave que me permite reconstruir el sueño”, le
dijo. Y la periodista describió unas hojas donde no hay letras ni palabras sino
algo ilegible, “algo licuado, algo que no parece escrito por una mano humana”.
Esos sueños, escritos durante años en cuadernos de apuntes, Verónica los
encontró entre las cajas del archivo. La gran ventana de los sueños, título que
Fogwill eligió para el libro que había dejado armado y que posiblemente se
publique el próximo año, reúne sus visiones oníricas y funciona para el lector
como una exploración de su mente: se trata de las memorias de su inconsciente.
Tal vez sea el mapa (y una de las claves) para entender parte de su lógica. Hay
elementos que se repiten: el mar, los escritores célebres, las regresiones a la
infancia, los cementerios-bosque. Fogwill mismo explica ahí que los sueños de
cementerios son “riquísimos en sensaciones visuales y táctiles en los que tengo
oído sólo para palabras –ni el ruido de hojas y ramas movidas por el viento
escuché– y en los que, como en todos mis sueños, no registro sensaciones
olfativas”. Reflexiona que tal vez así vivamos los humanos: como conciencias
llenas de olores percibidos, “pero memorias vacías de olor y sueños privados de
olor, de lógica y, casi sin excepción, de colores”. Y termina así: “Aún traicionados
por el relato y agrupados por un insensato afán clasificatorio, siguen
conservando algo de su verdad para quien los narra. Contemplo mis sueños como
los personajes de aquellos sueños contemplaban a sus muertos.”
Los años de la rata
¿Este
catálogo de sueños fue el único descubrimiento del archivo? “Yo tengo
descubrimientos todos los días –reconoce Vera–, pero desde la parte familiar”. Hace
unos días descubrieron que Fogwill, seis años atrás, había empezado a pagar una
parcela en un cementerio privado de Quilmes. Los papeles estaban guardados, como
todas las cosas importantes, y Vera cuando los vio se quedó helada: una parcela
para seis cajones. Fogwill y sus cinco hijos. Nunca le había dicho nada a nadie.
Había pagado diez mil dólares. ¿Y todo ese discurso sobre la poderosa industria
privada de la muerte? “Una contradicción más de mi viejo”, dice Vera. Pero hubo
algo más. En el medio de uno de estos cuadernos donde escribía sueños, Verónica
comenzó a notar que Fogwill cambiaba el tono de sus textos, repetía ciertas
palabras y se refería a personas de su entorno. “No son sueños”, se dijo. Son
veinte páginas donde pueden leerse frases como “Días paralizados por el viaje
de la rata”. “Ir a Franck”. “Cocino solo”. “En el mercado no sólo pienso sobre
el efecto de los chinos”. “Cómo limpiarse”, “Diálogo con Vera. ¿Por qué no le
escribo? Sale bronca”, “Librarme de la rata”, “Dónde me caí”, “Vera solidaria,
¿hasta dónde?”, “Paralizado hasta las cuatro” o en un Post-it amarillo se lee:
“¿Puedo no tener razón alguna?”. Cambiaba el color de la lapicera o incluso
modificaba la letra. Hay páginas escritas en rojo donde la caligrafía, de algún
modo, describe su ansiedad. “Ese es el año en el que mi viejo quería dejar la
cocaína”, recuerda Vera. Lo recuerda porque fue el año en que ella se fue a
vivir sola y porque al poco tiempo su padre le pidió ayuda porque no tenía
dónde quedarse. Es una especie de diario íntimo que llevó Fogwill durante 1988.
Diferente de cualquier otro diario de escritor que pudiéramos conocer. Vera
intenta descifrar una parte de estos escritos y Verónica la ayuda: “Balance: de
todo el nido el único serio y adecuado fue FF [Francisco Fogwill, uno de sus
hijos]. Renata reparó. Elsa ennobleció. Francisco Amó. Vera pagó. Andrés pagó y
facturó. R. Jakoby atendió.” ¿Escribía Jacoby con k? “Vos no sabés cómo
escribía mi papá”, dice Vera. “Se sacaba”. Hay archivos en su computadora en
los que en vez de leerse “las” se lee “lllllllllllllllllllas”. “No le importaba
nada, escribía sin detenerse”. Además a los teclados siempre los tenía rotos.
Tal vez porque le faltaba la tecla “i” utilizaba la “o”. Y en algún momento
corregiría. ¿Cómo escribe un escritor sin un teclado que funcione?, se
preguntaban. Por eso a Vera le costó tanto entender algunos de los libros que
dejó sin publicar.
Un
día, mientras desarmaban la casa de Palermo, Verónica encontró un original
anillado de cientos de páginas. Se lo dio a leer a Vera pero más o menos por la
mitad ella comprobó lo que suponía: “Esto no es de mi viejo”, se dijo. Lo que
pasa es que en el texto aparecía la palabra “retrete” y Fogwill nunca
utilizaría esa palabra. “Mi viejo no iba a escribir nunca frases como ‘una
mujer deliciosa’. No. Escribiría: ‘una mina que está para garchar’. Una sabe
cómo pensaba y cómo escribió.” Para rastrear esos textos perdidos, Vera confió
en algunos de los amigos escritores, como Ignacio Echavarría, a quienes Fogwill
les daba sus libros en proceso.
El
lector de originales
Damián
Ríos es editor, escritor y vive en un departamento en el barrio de Once donde
acumula, en un par de armarios de su habitación, cientos de originales
anillados de escritores consagrados o desconocidos. Como director de la
editorial Interzona en su primera etapa, a Ríos le tocó padecer a un Fogwill obsesionado
con la literatura argentina, porque estaba pendiente de lo que se publicaba,
“por lo que funcionaba, por el canon como campo de tensión”, confiesa el
editor. Una de las enseñanzas que le dejó Fogwill, y que puede encontrarse en
su literatura, su correspondencia y su mito, es que pensar todavía es posible.
Y pensar literariamente significaba utilizar procedimientos que están en el
núcleo del lenguaje: él pensaba a través de figuras retóricas, rimas,
aliteraciones. Fogwill se trasladaba hasta el Siglo de Oro para pensar, y ese
es uno de los mayores desafíos para la traducción de una obra que por ahora
tiene tres nuevos libros: La gran ventana de los sueños, La introducción y
Nuestro modo de vida.
Descubierta
en Chile a través de una amiga del autor, Nuestro modo de vida sería la primera
novela escrita por Fogwill a principios de los 80. Está tipiada prolijamente
(seguramente por su secretaria), ordenada en una carpeta y con una leyenda en
la portada que avisa: Borrador. Habría una versión posterior, corregida, de
1981. Incluso casi el setenta por ciento de sus páginas están tachadas en
diagonal con marcador negro. El problema es que esa versión posterior no se
encuentra por ningún lado. Narra la vida de un matrimonio de clase media que
vive en lo que hoy llamaríamos un barrio cerrado. “Produje Nuestro modo de vida
en un intento de plagiar La Luz Argentina, bella novela del narrador argentino
César Aira. Un par de temas centrales –la cuestión de la pareja y el problema
de la división entre lo de afuera y lo de adentro– parecían insuficientemente
desarrollados en la obra de Aira y me propuse avanzar sobre ellos a partir de
dos indicios: el jadeo del personaje, asociado a sus trastornos respiratorios
me conducía a la cuestión del límite entre la interioridad y la exterioridad
del cuerpo del varón; la peculiar psicopatología de su mujer, Kitty, me
brindaba la posibilidad de acceder al tema del límite entre la interioridad y
la exterioridad de la institución familiar”, escribe Fogwill en el prólogo de
esa obra. “Pero no se trata aquí del adentro y el afuera del cuerpo, ni del
adentro y el afuera de las familias. Mi objeto, si se lo alcanza a detectar en
la obra, es el límite entre el adentro y el afuera de la familia como alegoría
del límite entre el adentro y el afuera de la vida humana.” En ese momento no
sabe muy bien si realmente lo pudo conseguir y concluye con uno de sus
movimientos característicos: “Quizá una próxima novela de Aira lo revele”.
Es
una novela contemporánea a Los pichiciegos, explica Damián Ríos. Y también a su
mayor etapa de producción de cuentos como “La larga risa de todos estos años”
¿Por qué entonces comienza con la intención de entrar en tensión con César
Aira? “Fogwill quiere posicionarse: se había dado cuenta, antes que nadie, de
que Aira iba a ser el escritor más importante de la Argentina”, explica Ríos, y
por esa razón quiere discutir con La Luz Argentina, cuya primera edición (y por
ahora la única, del Centro Editor de América latina) es del año 1983. Como en
La experiencia sensible o en varios cuentos de la misma época, Nuestro modo de
vida es una novela dedicada a describir los consumos y el estilo de vida de la
clase media acomodada. Es una novela en la que el Fogwill sociólogo está mucho
más presente que el Fogwill poeta. Hay una escena en la que el personaje, que
tiene oficinas por Catalinas, mira el ventanal y el puerto viejo y alucina
restaurantes. “Si se lo piensa en términos empresariales –dice Ríos–, Fogwill
tenía visión. Lo que pasa es que él se empobreció por la literatura. Más allá
de lo romántico que pueda sonar esto, Fogwill entró a la literatura por un
error: porque un día escribió ‘Muchacha punk’, un cuento que le salió bien y se
entusiasmó. Había sido un empresario exitoso. Por eso, ubicarse en la piel del
empresario le salía. Son textos que tienen el punto de vista del que tiene
poder.”
La
introducción, por su parte, tiene según Ríos otra particularidad en la
narrativa de Fogwill: un personaje femenino totalmente diferente a cualquier
otro personaje femenino que Fogwill haya construido. Terminada algunos años
antes de morir, La introducción comienza con un viaje: “Su cabeza permanecía
fuera de toda contemplación, libre de cualquier atribución de estilo. Estaba
allí como si constatar la armonía y las inarmonías del movimiento mecánico de
otras cabezas fuese la única misión que tenía en el mundo y, por ello, el único
motivo que lo habría llevado a abordar el ómnibus y a emplazarla allí, consigo,
en la penúltima fila de asientos”, escribe Fogwill al principio de este relato
de un hombre que viaja en ómnibus a Las Termas de Flores, una obra del siglo
XXI, como explica su autor en el prólogo, que “se limita a narrar lo que hacen,
piensan, desean y padecen sus personajes, humanos del tercer milenio con
deseos, acciones, sufrimientos y pensamientos que rondan la banalidad, aunque
siempre algo provoca que una banalidad narrada termine pareciendo más digna de
atención que la que cotidianamente habita el lector”. La soberbia de la ciencia
médica está en el fondo de la historia, una medicina científica que “es
absolutamente eficaz y satisface el ideal humano de bienestar, felicidad y
longevidad que parece un artículo tácito de la constitución del Estado
Moderno”. El personaje de la mujer aparece casi al final y según Ríos será una
delicia para los análisis críticos: porque es una mujer poderosa, inteligente,
independiente económicamente, muy seductora pero que no está caracterizada como
una puta ni como una chica mucho más joven, como solía hacer Fogwill, sino como
una mujer más grande que prácticamente somete al narrador. Un Fogwill con
peluca.
El
último agitador
Puede
arriesgarse una teoría: el espacio físico de Fogwill como un reflejo de su
cabeza, y su obra, como una estética del caos. Mugre, papeles revueltos, bolsas
de supermercado, teclados a los que les faltaban teclas o una laptop con restos
de chocolate y otras sustancias que los bienpensantes identificarían como
after-shave. Eso también podía extenderse a su computadora: un monitor
estallado en íconos de documentos de Word. ¿Tenía que vivir en ese escenario
para poder escribir? Damián Ríos propone analizar cómo funcionaba la cabeza de
Fogwill y cree que no hubiese podido dedicarse a la literatura siendo
empresario o publicista. Necesitaba un cambio espiritual y ese cambio a la vez
debía ser físico. “Fue un tipo que no quiso seguir con su carrera de
empresario, que tampoco quiso seguir una carrera académica, un tipo que decidió
oponerse al orden, a la típica imagen de intelectual con su biblioteca, a la
típica imagen de esos escritores correctos, prolijos, que consideraba
burócratas. Por eso se desprendió de todo”. Al final de su vida, le quedaban
poco más de mil libros. “Había algo vital en el despelote que era su vida”,
analiza Ríos. “Todo lo que se encontraba ahí y que parecía desperdicio era algo
que estaba vivo.” Porque era un poema a medio escribir o una carta que había
recibido y estaba por responder o un diskette con el libro de un autor inédito.
Durante mucho tiempo, Fogwill tuvo en una mesa ratona las hojas impresas de un
libro de poemas, Punctum, de Martín Gambarotta, porque consideraba que había
más pensamiento crítico en uno de sus pasajes que en toda la obra ensayística
de Horacio González. En ese desorden, según Ríos, encontró Fogwill un lugar
mucho más potente para pensar lo político, lo social y lo literario. Aquellos que lo conocieron recuerdan que Fogwill
fue uno de los últimos escritores argentinos que irradiaron un verdadero
entusiasmo y una verdadera fe por la literatura. “Quizás pasaban seis meses que
no hablabas y te llamaba para preguntarte qué estabas escribiendo, en qué
estabas trabajando –dice Ríos–. Su literatura no importaba: quería empujarte a
escribir porque escribir era una obligación moral, porque si no escribís está
todo mal, porque si no escribís escriben los otros y si los otros escriben se
pudre todo”.
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